Tomamos el siguiente texto de la web principal de la Comunión Tradicionalista. Se trata de un importante discurso pronunciado en Chiva (Valencia) ante S.A.R. el Duque de Aranjuez, el pasado día 17 de abril, por el profesor José Miguel Gambra, actual Jefe Delegado del Carlismo y presidente que fue de este Círculo Cultural Antonio Molle Lazo. Con la adhesión de los carlistas de Madrid y de Castilla entera.
Hoy hay en España una reacción pequeña,
aunque esperanzadora. Un alumno de mi facultad, indignado por las
maniobras de las izquierdas para hacer desaparecer las capillas, me
decía: «Vaya birria de España que nos están dejando los católicos de su
generación». Y a mí los demonios se me llevaban pensando en la culpa que
tenemos por la absoluta ausencia de peso de los católicos sobre las
instancias gubernamentales. Los partidos, con sus ideologías fuertes o
débiles; las asociaciones de cualquier clase, desde los lobbies
de degenerados y delincuentes hasta las agrupaciones empresariales,
muchas veces igualmente inmorales; desde las instancias europeas hasta
las mundiales sometidas a los principios del Nuevo Orden Mundial, todos
ellos tienen influencia sobre el poder político efectivo de la España
actual, donde los gobiernos sucesivos no hacen sino bambolearse al son
de estas corrientes sociales. Cada una de esas agrupaciones trata de
eliminar, bajo algún aspecto, lo que queda del catolicismo sociológico
en nuestra Patria. Y, si no lo hacen de una vez por todas, es porque
quieren reservarse alguna parcela del cristianismo por destruir, para
hacer méritos destruyéndolas más adelante y dar satisfacción a las masas
laicistas, que es lo que cuenta. Y lo malo es que esta situación no se
debe a una persecución o a una derrota, sino a las autoridades
eclesiásticas y a nuestra actitud ante ellas.
Pero no somos sólo los tradicionalistas
quienes lamentamos y nos indignamos por esta situación. Hace unos días,
en la presentación del congreso Católicos y Vida Pública, un capitoste demócrata-cristiano se quejaba del arrinconamiento político del catolicismo: «El catolicismo de estufa, de mesa camilla, es muy cómodo, pero es poco útil». «Hay
católicos en todos los partidos políticos. La presencia es clara, otra
cosa es la influencia. No podemos exigir a los demás lo que nosotros no
hacemos. Los católicos tenemos que demostrar que somos capaces de
dialogar con quien sea, sin escondernos. Hace falta que los creyentes
salgan sin miedo a la plaza pública», sostiene el líder de la ACdP.
Tras estas quejas laten los principios
de Maritain que la Iglesia oficial ha adoptado por lo menos desde el
postconcilio. Según ellos no deben existir partidos políticos católicos,
cosa que ya exigió la Conferencia Episcopal antes de las primeras
elecciones democráticas. Al contrario, los laicos deben introducirse en
todos los partidos no confesionales para animar desde abajo una política
vitalmente cristiana. Se trata de un proyecto antinatural e
irrealizable: ¿qué influencia puede tener un católico verdadero o
progresista dentro de cualquiera de los partidos mayoritarios? Y, sin
embargo, a las autoridades eclesiales, que piden a los laicos algo así
como hacer funambulismo atados de pies y manos, no se les ocurre sino
echarles la culpa, llamándoles perezosos y comodones, en vez de darse
cuenta de lo errado de sus principios.
Esos principios son la causa del mal en
cuestión. No deseo tratar de los carlistas inficionados de estos
principios. Hay demócrata-cristianos con boina que nada tienen ya de
carlistas. De lo que quiero hablar es de una superfetación de esos
principios que viene de muy atrás y que es, entre nosotros, causa
importantísima de la parálisis que nos afecta. Me refiero a la
injerencia de las autoridades eclesiásticas en los asuntos políticos.
Desaparecidos durante el siglo XIX los estados católicos, las
autoridades eclesiásticas se consideraron libres de mandar directamente a
los católicos en los asuntos políticos. Varios pontífices, de León XIII
en adelante, se empeñaron en tomar la dirección política de los fieles.
Recuérdense los grandes fracasos a que dieron lugar el Ralliement,
la condena de la Acción Francesa o los acuerdos en la Guerra Cristera. Y
eso que la propia Iglesia enseña que los asuntos del César no son de su
competencia directa, pues como decía el IV concilio de Letrán:
«De la misma manera que no queremos que los laicos usurpen los derechos de los clérigos, así debemos impedir que éstos se apropien de los derechos de los laicos. Por tanto, prohibimos absolutamente a todos los clérigos que, con el pretexto de la libertad eclesiástica, extiendan su jurisdicción en perjuicio de la justicia secular. Que cada cual se contente con las normas escritas y las costumbres aprobadas hasta ahora, de modo que se distribuya justamente al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios».
Los carlistas supieron por regla general
defenderse bastante bien de esas intervenciones improcedentes. Algunos
han querido hacer de Carlos VII un clerical compulsivo, usando a tal
efecto la frase del Manifiesto de Morentín, en la que dice: «No daré un
paso más adelante ni más atrás que la Iglesia de Jesucristo». En
realidad esa frase se refiere a los compradores de bienes de la Iglesia
tras la Desamortización. Con ella Carlos VII no hacía sino someterse a
la potestad de la Iglesia, pues esos bienes caían bajo su jurisdicción y
era competencia suya establecer las sanciones canónicas a los
participantes de aquel inmenso latrocinio.
Como prueba de que la postura de Carlos
VII no tenía nada de sometimiento indiscreto de los asuntos políticos a
la Iglesia, basta con citar lo que contestó a su prima Isabel (II), con
la que habló varias veces cuando estaba desterrada en París. En esas
conversaciones, al discutir sobre la legitimidad de uno y otro, Isabel
le propuso lo siguiente:
«Los dos somos católicos: vamos a Roma, postrémonos ante el Santo Padre y dejemos que él decida la cuestión».
A esto le contestó Carlos VII, que ni
hablar; y que «en materias de política tenía el parecer del Papa como el
de un soberano cualquiera, con mucha experiencia, pero nada más, pero
que si se tratara de materias de fe o de moral, bajaría la cabeza, pues
en eso le creía infalible».
Actitud similar fue la de los
integrantes de una peregrinación a Roma, formada principalmente por
carlistas, que fueron recibidos por León XIII. Éste les espetó que ya
era hora de que los carlistas reconocieran a la «muy católica regente»
María Cristina. Le contestaron que lo harían cuando el Papa se sometiera
a la Casa de Saboya.
Sin embargo la confusión creada,
primero, por el verticalismo del régimen confesional franquista y,
luego, por las nuevas doctrinas eclesiales sobre el orden social de que
antes hablé, nos ha llevado a admitir esas intromisiones y a no
distinguir con claridad cuál es nuestro papel como miembros de la
Iglesia y como súbditos españoles.
Hoy es frecuente oír que de los laicos
depende la imprescindible reforma de la Iglesia. Falso: podremos apoyar
de mil maneras a los eclesiásticos que propugnen esa reforma; podremos
ayudarles, rezar por ellos y darles aliento. Pero a quienes compete
reencauzar la Iglesia es a los eclesiásticos. Nosotros carecemos de
jurisdicción alguna para ello y nuestro apoyo sólo puede ser indirecto.
A la inversa, no tenemos por qué
sentirnos obligados a nada cuando los eclesiásticos se meten a
determinar lo que es políticamente negociable y lo que no; ni cuando se
empeñan en capitanear manifestaciones, tan pacíficas como inútiles,
sobre asuntos que pertenecen tanto al orden político como al
eclesiástico (aborto, educación). Menos aun cuando expresan sus
preferencias por el régimen democrático o recomiendan el voto al PP.
Podrían recordarnos los principios clásicos de la política católica,
pero no es cosa suya su aplicación prudencial. Y, a ese respecto, no hay
que olvidar las condiciones que la propia Iglesia ponía (y sigue
poniendo hoy) para que la rebelión frente a los tiranos sea justa, e
incluso obligatoria, sin excluir el uso de las armas.
No debemos olvidar que los carlistas
somos, seguimos siendo, debemos ser, unos sublevados contra el
liberalismo y contra las subsiguientes ideologías, el socialismo el
comunismo, el nazismo. Y nosotros luchamos contra la mayor tiranía que
imaginarse puede, contra la que quiere destruir el fundamento mismo de
nuestra Patria, destruyendo la Religión de la cual depende nuestra
unidad y nuestra supervivencia como sociedad.
Con ello perseguimos, ante todo, cumplir
una obligación natural: cumplir con nuestros deberes para con la
Patria, con la cual tenemos una deuda contraída aún mayor que la que
tenemos con nuestros padres. Y tenemos que hacerlo para bien de nuestros
hijos, de nuestros pueblos y de nuestra sociedad, con una obligación
natural anterior a la de obedecer a la Iglesia. Juan Torquemada (tío del
benemérito inquisidor) argumentaba sobre esto de la manera siguiente:
«Nada anterior depende en su ser de lo que es posterior. Ahora bien, la potestad de los príncipes seculares, reales o imperiales, precede en el tiempo al papado o al principado de los apóstoles … pues los reyes y los emperadores fueron antes que Pedro fuese Papa y, por tanto, antes de que las llaves del Reino de los Cielos fueran entregadas a la Iglesia. No puede por tanto decirse con verdad que la potestad de jurisdicción de los príncipes seculares depende del principado apostólico».
Eso no quita que al mismo tiempo
tratemos indirectamente de ofrecer a la Iglesia una sociedad sometida a
la realeza de Nuestro Señor y ordenada de tal manera que la Iglesia
disfrute de la libertad y de la protección que necesita para alcanzar
sus fines sobrenaturales. En eso consiste la mayor ayuda que el orden
político puede prestar a la Iglesia.
Nos sometemos pues a cuanto principio
moral establece la Iglesia de siempre para la actividad política de los
hombres. Y, atendiendo precisamente a esos principios, no tenemos
obligación alguna de someter la aplicación prudencial de esos principios
a la opinión de los clérigos, pues sobre eso carecen de jurisdicción
directa.
No nos dejemos llevar de escrúpulos
pusilánimes, incluso si los eclesiásticos mismos los fomentan. Carlos
VII contaba despectivamente cómo, siendo niño, un cura, en connivencia
con su madre, para apartarle de su acendrada inclinación a ponerse a
reclamar el trono español, le negaba la absolución, si mantenía
contactos con españoles. No convirtamos la sublevación carlista en
cofradía de beatos. Pertenezcamos a cuanta cofradía y a cuanto grupo de
adoración queramos; recemos mucho por la Iglesia y por España. Pero no
confundamos eso con el carlismo. Eso no sustituye ni exime de la
obligación patriótica.
Dicen algunos que la Comunión
Tradicionalista vive fuera de la realidad. Lo mismo, sin duda, se decía
de los demócratas españoles en los años cincuenta, de los movimientos
rusos o polacos antisoviéticos en los años setenta o de los comunistas
españoles hace seis años. La historia venidera es contingente e
imprevisible y lo insensato es ver como permanente y definitivo lo que
ahora es.
Hoy hay cierta reacción. Muestra de ello
es esta misma reunión. Muchos católicos, vista nuestra perseverancia,
se acercan a nosotros. La Comunión Tradicionalista se gloría de haber
mantenido incólumes los principios del verdadero carlismo y se pone a
disposición de cuantos quieran seguir tales principios en su pureza.
Hagamos cuanto podamos —que, si Dios quiere, será mucho— para la
renovación del orden político cristiano bajo las órdenes de S.A.R. Don
Sixto Enrique de Borbón, único príncipe legítimo que mantiene esos
principios. Luego, Dios dirá.