En un libro reciente sobre el carlismo, los autores cuentan los hechos de
Montejurra del 9 de mayo de 1976 desde la perspectiva sesgada que a veces maneja uno de los grupos tradicionalistas hoy existentes. Esa versión pretende, de una parte, que S.A.R. Don Sixto Enrique de Borbón no siguió los consejos que se le dieron sobre la inoportunidad y peligro de intentar recuperar para el verdadero carlismo el vía crucis y el acto político de Montejurra que, bajo la dirección de
Carlos Hugo, se había convertido en un aquelarre de las izquierdas separatistas y de todo tipo. No tienen en cuenta que, en la monarquía tradicional —que es, como suele decirse templada— una de las prerrogativas que cae directamente bajo la responsabilidad del Abanderado, sea Rey o Regente, es la defensa de la Patria. En eso, ni él tiene por qué atender a consejos, ni cabe la desobediencia.
De otra parte, describen aquellos acontecimientos como una provocación, cuando, de hecho, fueron los carlistas verdaderos quienes fueron brutalmente hostigados por una multitud, muy superior en número, compuesta por el ya entonces decreciente socialismo «carlista» y por miembros de organizaciones izquierdistas invitadas (PCE, PSUC, PTE, ORT, MCE, PSP, PSOE, etc., sin olvidarnos de ETA), que, con palos y piedras primero, con más medios después, pusieron en verdadero peligro sus vidas y también la de Don Sixto Enrique, ante la completa pasividad de la Guardia Civil allí presente.
Aquel suceso —eso también lo olvida el libro al que aludimos— fue cuidadosamente preparado por las autoridades civiles y militares que, a los pocos meses de la muerte de Franco, ya le habían traicionado en su corazón (o, según otra interpretación, completaban los cambios por él iniciados) y, como necesidad imperiosa de la malhadada Transición, decidieron deshacerse del molestísimo carlismo, provocando un enfrentamiento. Aprovecharon la ingenua confianza del Delegado Nacional del Requeté, quien notificó a las autoridades que se recuperaría Montejurra, para prometer hipócritamente que evitarían los disturbios. Luego hicieron exactamente lo contrario. Hay innumerables testimonios de ello de una y otra parte.
Lo malo no es que abrieran una brecha entre el oportunista socialismo de Carlos Hugo y el carlismo real, porque era inevitable y ya existía. Lo malo es que aquellos hechos, a nuestro juicio justificados y hasta heroicos, hayan servido para pretender fundamentar un rencor inextinguible entre los tradicionalistas. La jugada del Gobierno en 1976 —sobre la que planea la sombra del cuartel general de la OTAN y el Departamento de Estado de los EE.UU.— no podía haber sido más eficaz y no es sólo culpa suya.
Treinta y ocho años después, las cosas han cambiado mucho. Las izquierdas se unen hoy bajo la égida de
Podemos, y pueden representar un peligro inminente para la Patria y la Religión. Las derechas son el equivalente casi exacto de la izquierda «europea» de Felipe González: la imitan hasta en el saqueo de las arcas públicas. Por su parte, habremos de reconocer —por poco honrados que seamos— que los eclesiásticos situados al frente de la barca de Pedro ya ni siquiera ofrecen, con la firmeza anterior, aquella dudosa salida de mínimos de los principios «no negociables». Ya no se pueden tener en cuenta sus consignas ni en defensa de la familia. En fin, cualquier esperanza que pudieran haber suscitado los hijos de Carlos Hugo, también es evidente que ha desaparecido y que el único príncipe cristiano, en sentido estricto, que existe, a día de hoy, es Don Sixto Enrique.
Ante estos hechos, ahora más que nunca, deben desaparecer las disensiones que hasta hoy han paralizado a quienes, fuera de diferencias prudenciales, siguen manteniendo en su fuero interno el reinado social de Nuestro Señor Jesucristo, la entrega debida a España, la necesidad de mantener la organización tradicional de la sociedad y el gobierno real, pero limitado, del Rey. Es inmensa la responsabilidad que tendremos, ante Dios y ante nuestros descendientes, si no vencemos las trabas interiores que nos impiden emprender una acción unida y eficaz. Que por nosotros no quede.