
 
Hoy hay en España una reacción pequeña, 
aunque esperanzadora. Un alumno de mi  facultad, indignado por las 
maniobras de las izquierdas para hacer desaparecer las capillas, me 
decía: «Vaya birria de España que nos están dejando los católicos de su 
generación». Y a mí los demonios se me llevaban pensando en la culpa que
 tenemos por la absoluta ausencia de peso de los católicos sobre las 
instancias gubernamentales. Los partidos, con sus ideologías fuertes o 
débiles; las asociaciones de cualquier clase, desde los lobbies
 de degenerados y delincuentes hasta las agrupaciones empresariales, 
muchas veces igualmente inmorales; desde las instancias europeas hasta 
las mundiales sometidas a los principios del Nuevo Orden Mundial, todos 
ellos tienen influencia sobre el poder político efectivo de la España 
actual, donde los gobiernos sucesivos no hacen sino bambolearse al son 
de estas corrientes sociales. Cada una de esas agrupaciones trata de 
eliminar, bajo algún aspecto, lo que queda del catolicismo sociológico 
en nuestra Patria. Y, si no lo hacen de una vez por todas, es porque 
quieren reservarse alguna parcela del cristianismo por destruir, para 
hacer méritos destruyéndolas más adelante y dar satisfacción a las masas
 laicistas, que es lo que cuenta. Y lo malo es que esta situación no se 
debe a una persecución o a una derrota, sino a las autoridades 
eclesiásticas y a nuestra actitud ante ellas.
Pero no somos sólo los tradicionalistas 
quienes lamentamos y nos indignamos por esta situación. Hace unos días, 
en la presentación del congreso Católicos y Vida Pública, un capitoste demócrata-cristiano se quejaba del arrinconamiento político del catolicismo: «El catolicismo de estufa, de mesa camilla, es muy cómodo, pero es poco útil». «Hay
 católicos en todos los partidos políticos. La presencia es clara, otra 
cosa es la influencia. No podemos exigir a los demás lo que nosotros no 
hacemos. Los católicos tenemos que demostrar que somos capaces de 
dialogar con quien sea, sin escondernos. Hace falta que los creyentes 
salgan sin miedo a la plaza pública», sostiene el líder de la ACdP.
Tras estas quejas laten los principios 
de Maritain que la Iglesia oficial ha adoptado por lo menos desde el 
postconcilio. Según ellos no deben existir partidos políticos católicos,
 cosa que ya exigió la Conferencia Episcopal antes de las primeras 
elecciones democráticas. Al contrario, los laicos deben introducirse en 
todos los partidos no confesionales para animar desde abajo una política
 vitalmente cristiana. Se trata de un proyecto antinatural e 
irrealizable: ¿qué influencia puede tener un católico verdadero o 
progresista dentro de cualquiera de los partidos mayoritarios? Y, sin 
embargo, a las autoridades eclesiales, que piden a los laicos algo así 
como hacer funambulismo atados de pies y manos, no se les ocurre sino 
echarles la culpa, llamándoles perezosos y comodones, en vez de darse 
cuenta de lo errado de sus principios.
Esos principios son la causa del mal en 
cuestión. No deseo tratar de los carlistas inficionados de estos 
principios. Hay demócrata-cristianos con boina que nada tienen ya de 
carlistas. De lo que quiero hablar es de una superfetación de esos 
principios que viene de muy atrás y que es, entre nosotros, causa 
importantísima de la parálisis que nos afecta. Me refiero a la 
injerencia de las autoridades eclesiásticas en los asuntos políticos. 
Desaparecidos durante el siglo XIX los estados católicos, las 
autoridades eclesiásticas se consideraron libres de mandar directamente a
 los católicos en los asuntos políticos. Varios pontífices, de León XIII
 en adelante, se empeñaron en tomar la dirección política de los fieles.
 Recuérdense los grandes fracasos a que dieron lugar el Ralliement,
 la condena de la Acción Francesa o los acuerdos en la Guerra Cristera. Y
 eso que la propia Iglesia enseña que los asuntos del César no son de su
 competencia directa, pues como decía el IV concilio de Letrán: 
«De la misma manera que no queremos que 
los laicos usurpen los derechos de los clérigos, así debemos impedir que
 éstos se apropien de los derechos de los laicos. Por tanto, prohibimos 
absolutamente a todos los clérigos que, con el pretexto de la libertad 
eclesiástica, extiendan su jurisdicción en perjuicio de la justicia 
secular. Que cada cual se contente con las normas escritas y las 
costumbres aprobadas hasta ahora, de modo que se distribuya justamente 
al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios».
Los carlistas supieron por regla general
 defenderse bastante bien de esas intervenciones improcedentes. Algunos 
han querido hacer de Carlos VII un clerical compulsivo, usando a tal 
efecto la frase del Manifiesto de Morentín, en la que dice: «No daré un 
paso más adelante ni más atrás que la Iglesia de Jesucristo». En 
realidad esa frase se refiere a los compradores de bienes de la Iglesia 
tras la Desamortización. Con ella Carlos VII no hacía sino someterse a 
la potestad de la Iglesia, pues esos bienes caían bajo su jurisdicción y
 era competencia suya establecer las sanciones canónicas a los 
participantes de aquel inmenso latrocinio.
Como prueba de que la postura de Carlos 
VII no tenía nada de sometimiento indiscreto de los asuntos políticos a 
la Iglesia, basta con citar lo que contestó a su prima Isabel (II), con 
la que habló varias veces cuando estaba desterrada en París. En esas 
conversaciones, al discutir sobre la legitimidad de uno y otro, Isabel 
le propuso lo siguiente:
«Los dos somos católicos: vamos a Roma, postrémonos ante el Santo Padre y dejemos que él decida la cuestión».
A esto le contestó Carlos VII, que ni 
hablar; y que «en materias de política tenía el parecer del Papa como el
 de un soberano cualquiera, con mucha experiencia, pero nada más, pero 
que si se tratara de materias de fe o de moral, bajaría la cabeza, pues 
en eso le creía infalible».
Actitud similar fue la de los 
integrantes de una peregrinación a Roma, formada principalmente por 
carlistas, que fueron recibidos por León XIII. Éste les espetó que ya 
era hora de que los carlistas reconocieran a la «muy católica regente» 
María Cristina. Le contestaron que lo harían cuando el Papa se sometiera
 a la Casa de Saboya.
Sin embargo la confusión creada, 
primero, por el verticalismo del régimen confesional franquista y, 
luego, por las nuevas doctrinas eclesiales sobre el orden social de que 
antes hablé, nos ha llevado a admitir esas intromisiones y a no 
distinguir con claridad cuál es nuestro papel como miembros de la 
Iglesia y como súbditos españoles.
Hoy es frecuente oír que de los laicos 
depende la imprescindible reforma de la Iglesia. Falso: podremos apoyar 
de mil maneras a los eclesiásticos que propugnen esa reforma; podremos 
ayudarles, rezar por ellos y darles aliento. Pero a quienes compete 
reencauzar la Iglesia es a los eclesiásticos. Nosotros carecemos de 
jurisdicción alguna para ello y nuestro apoyo sólo puede ser indirecto.
A la inversa, no tenemos por qué 
sentirnos obligados a nada cuando los eclesiásticos se meten a 
determinar lo que es políticamente negociable y lo que no; ni cuando se 
empeñan en capitanear manifestaciones, tan pacíficas como inútiles, 
sobre asuntos que pertenecen tanto al orden político como al 
eclesiástico (aborto, educación). Menos aun cuando expresan sus 
preferencias por el régimen democrático o recomiendan el voto al PP. 
Podrían recordarnos los principios clásicos de la política católica, 
pero no es cosa suya su aplicación prudencial. Y, a ese respecto, no hay
 que olvidar las condiciones que la propia Iglesia ponía (y sigue 
poniendo hoy) para que la rebelión frente a los tiranos sea justa, e 
incluso obligatoria, sin excluir el uso de las armas.

 
No debemos olvidar que los carlistas 
somos, seguimos siendo, debemos ser, unos sublevados contra el 
liberalismo y contra las subsiguientes ideologías, el socialismo el 
comunismo, el nazismo. Y nosotros luchamos contra la mayor tiranía que 
imaginarse puede, contra la que quiere destruir el fundamento mismo de 
nuestra Patria, destruyendo la Religión de la cual depende nuestra 
unidad y nuestra supervivencia como sociedad.
Con ello perseguimos, ante todo, cumplir
 una obligación natural: cumplir con nuestros deberes para con la 
Patria, con la cual tenemos una deuda contraída aún mayor que la que 
tenemos con nuestros padres. Y tenemos que hacerlo para bien de nuestros
 hijos, de nuestros pueblos y de nuestra sociedad, con una obligación 
natural anterior a la de obedecer a la Iglesia. Juan Torquemada (tío del
 benemérito inquisidor) argumentaba sobre esto de la manera siguiente: 
«Nada anterior depende en su ser de lo 
que es posterior. Ahora bien, la potestad de los príncipes seculares, 
reales o imperiales, precede en el tiempo al papado o al principado de 
los apóstoles … pues los reyes y los emperadores fueron antes que Pedro 
fuese Papa y, por tanto, antes de que las llaves del Reino de los Cielos
 fueran entregadas a la Iglesia. No puede por tanto decirse con verdad 
que la potestad de jurisdicción de los príncipes seculares depende del 
principado apostólico».
Eso no quita que al mismo tiempo 
tratemos indirectamente de ofrecer a la Iglesia una sociedad sometida a 
la realeza de Nuestro Señor y ordenada de tal manera que la Iglesia 
disfrute de la libertad y de la protección que necesita para alcanzar 
sus fines sobrenaturales. En eso consiste la mayor ayuda que el orden 
político puede prestar a la Iglesia.
Nos sometemos pues a cuanto principio 
moral establece la Iglesia de siempre para la actividad política de los 
hombres. Y, atendiendo precisamente a esos principios, no tenemos 
obligación alguna de someter la aplicación prudencial de esos principios
 a la opinión de los clérigos, pues sobre eso carecen de jurisdicción 
directa.
No nos dejemos llevar de escrúpulos 
pusilánimes, incluso si los eclesiásticos mismos los fomentan. Carlos 
VII contaba despectivamente cómo, siendo niño, un cura, en connivencia 
con su madre, para apartarle de su acendrada inclinación a ponerse a 
reclamar el trono español, le negaba la absolución, si mantenía 
contactos con españoles. No convirtamos la sublevación carlista en 
cofradía de beatos. Pertenezcamos a cuanta cofradía y a cuanto grupo de 
adoración queramos; recemos mucho por la Iglesia y por España. Pero no 
confundamos eso con el carlismo. Eso no sustituye ni exime de la 
obligación patriótica.
Dicen algunos que la Comunión 
Tradicionalista vive fuera de la realidad. Lo mismo, sin duda, se decía 
de los demócratas españoles en los años cincuenta, de los movimientos 
rusos o polacos antisoviéticos en los años setenta o de los comunistas 
españoles hace seis años. La historia venidera es contingente e 
imprevisible y lo insensato es ver como permanente y definitivo lo que 
ahora es.
Hoy hay cierta reacción. Muestra de ello
 es esta misma reunión. Muchos católicos, vista nuestra perseverancia, 
se acercan a nosotros. La Comunión Tradicionalista se gloría de haber 
mantenido incólumes los principios del verdadero carlismo y se pone a 
disposición de cuantos quieran seguir tales principios en su pureza. 
Hagamos cuanto podamos —que, si Dios quiere, será mucho— para la 
renovación del orden político cristiano bajo las órdenes de S.A.R. Don 
Sixto Enrique de Borbón, único príncipe legítimo que mantiene esos 
principios. Luego, Dios dirá.