Más que lleno, a rebosar, el Auditorio 1 de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, el jueves 14 de abril, para la mesa redonda «¿Vuelve la persecución contra la Iglesia?», organizada por la asociación Foro Universitario Francisco de Vitoria, con la colaboración del Círculo Cultural Antonio Molle Lazo, a raíz de los recientes ataques contra las capillas de dicha Universidad.
La primera intervención fue de la profesora Consuelo Martínez-Sicluna, brillante y aguda, que arrancó los aplausos y las risas de los asistentes. Tras ella, el periodista José Javier Esparza, seguido del canónigo doctor Ángel David Martín Rubio, cuya intervención tomamos de su cuaderno de bitácora:
Cerró el turno de intervenciones el profesor José Miguel Gambra, Presidente del Círculo Cultural Antonio Molle Lazo y Jefe Delegado de la Comunión Tradicionalista. Reproducimos a continuación sus palabras:
La primera intervención fue de la profesora Consuelo Martínez-Sicluna, brillante y aguda, que arrancó los aplausos y las risas de los asistentes. Tras ella, el periodista José Javier Esparza, seguido del canónigo doctor Ángel David Martín Rubio, cuya intervención tomamos de su cuaderno de bitácora:
El tema que nos ocupa esta mañana (¿Vuelve la persecución contra la Iglesia?) puede centrarse a partir del ámbito conceptual más amplio y complejo de las relaciones Iglesia-Estado. En este terreno cabe reducir las muchas cuestiones que podrían plantearse a dos referencias fundamentales:
A la primera cuestión, la respuesta de la teología católica y de la práctica promovida por la Iglesia en las relaciones Iglesia-Estado sostiene que el Derecho y el Estado son sujeto capaz de una inspiración religiosa adecuada a su propia naturaleza. El Derecho positivo debe concretar un Derecho natural que se asienta en la suprema ley divina y el bien común que la autoridad civil reconoce como fin no es ajeno al destino sobrenatural del hombre sino que se debe ordenar a él.
- Si el Estado o poder público debe profesar la religión católica e inspirar en ella sus leyes y fines de acción o, por el contrario, debe adoptar una posición que oscila entre la neutralidad o la positiva hostilidad ante las materias religiosas.
- Qué consideración jurídica debe recibir la Iglesia Católica y en que términos legales tiene que encauzarse el desarrollo de su actividad. Cuestión esta que, en buena medida depende de cómo se solucione la primera parte del problema aunque no deje por ello de ser conflictiva.
Por el contrario, las ideologías dominantes en el mundo moderno parten de presupuestos muy distintos que pueden pasar por considerar a la religión como un asunto meramente privado o como algo que hay que eliminar para permitir el progreso del hombre.
Sentado este imprescindible marco teórico, podemos entender mejor lo específico de las persecuciones religiosas sufridas por la Iglesia en el ciclo del mundo contemporáneo que se inicia con la Revolución Francesa. Proceso que adquiere un carácter peculiar en el caso español que se deriva del protagonismo que la religión católica ha tenido en la creación, desarrollo, mantenimiento y crisis de nuestra identidad nacional.
Si es verdad que Europa fue en gran parte obra de la Iglesia y de la Religión Católica, en el caso de España tal obra fue determinante para su ser hasta el punto que desde que existe como entidad política diferenciada, se la encuentra vinculada a la tradición católica como parte constitutiva de su tradición política, plasmada en leyes, en instituciones, en formas de vida y de comportamiento. («La implantación de los Mandamientos de Cristo como ley para la vida social», en expresión de Elías de Tejada). De esta manera, España y los españoles se forjan y maduran en la lucha secular contra el Islam y el protestantismo; en la defensa y en la difusión de la fe católica.
Con la escisión filosófica de Occam, religiosa de Lutero y político-moral de Maquiavelo, Bodino y Hobbes; se produce en el resto de Europa la ruptura de la Cristiandad, culminada en la paz de Westfalia (1648). Mientras el mundo moderno se dispone a seguir el criterio de Locke y a configurar el orden socio-político a espaldas de la religión, España se mantenía en el camino que Europa había seguido hasta entonces y ahora abandonaba. Pero este panorama empieza a cambiar radicalmente a comienzos del siglo XIX.
Después de la guerra de la Independencia en la cual se combate por la religión, por la Patria y por el rey legítimo, el liberalismo naciente se impone en Cádiz y da origen una situación que hará del siglo XIX el siglo del laicismo al mismo tiempo que el siglo de una resistencia indomable de lo español ante la revolución que se pretendía imponer por la fuerza. Es el período que Menéndez Pelayo definió como de «dos siglos de incesante y sistemática labor para producir artificialmente la revolución aquí donde nunca podía ser orgánica»[1].
Durante este período hubo desamortizaciones, supresión de órdenes religiosas, exclaustraciones de frailes y monjas en despiadadas condiciones, destierros, prohibición de conferir órdenes o de publicar documentos, detenciones por simple motivo de «opinión», o asesinatos por el mismo «motivo», a veces asesinatos en masa, como los de religiosos en Madrid, Barcelona y otras ciudades en 1834 y 35...
Pero lo ocurrido se entiende mal, si junto al avance del proceso revolucionario silenciamos, como hace la manualística historiográfica al uso, la resistencia manifestada en la guerra contra la Convención de 1793, especialmente en Cataluña y Navarra, y también la de la Independencia a partir de 1808, por todo el territorio nacional. En estas dos guerras España combatió las ideas de la revolución francesa en sus dos fases la jacobina y la napoleónica, ambas radicalmente descristianizadoras. Igualmente ha de situarse en ese contexto la guerra realista durante el trienio liberal, una de las que presenta de modo más puro el móvil religioso como ha demostrado acertadamente Rafael Gambra[2]. En la misma estela se sitúan las guerras carlistas y la de 1936, aunque todos estos conflictos también se hicieran presentes otros significados[3].
Los amantes de la libertad hicieron sufrir mucho a la Iglesia pero, probablemente, el daño mayor se produjo cuando el secularismo, agresivo y triunfante desde los orígenes del liberalismo, consiguió alcanzar un modus vivendi con la Iglesia al lograr un reconocimiento de la Jerarquía a cambio del Concordato de 1851. Es verdad que este acuerdo permitió a la Iglesia restaurar en alguna medida su labor pastoral pero pagando el alto coste moral de la vinculación al Estado liberal y en un escenario de proliferación de sectas, libertad de propaganda para el más corrosivo laicismo y progresiva descristianización contra la que podía muy poco la buena voluntad de beneméritos eclesiásticos, muchos de ellos fundadores e impulsores de nuevas órdenes religiosas masculinas y femeninas. Una vez más se reprodujo la situación que denunciaba Ramón Nocedal:
«No, ni el mundo en general, ni España especialmente se pierden sólo por culpa del liberalismo; se pierden también, y muy principalmente, por culpa de los que abandonan la lucha, y entienden que cumpliendo sus obligaciones particulares ya pueden dejar que azoten a Cristo y crucifiquen a la Patria, y aún ayudar a los sayones, o al menos guardarles la ropa, por un pedazo de pan o por no reñir con nadie»[4].
Pese a todo, para el radicalismo liberal y el obrerismo revolucionario aquella situación era un clericalismo en el que la Iglesia debería sucumbir entre las ruinas del Estado y la sociedad. Por eso Vicente Palacio Atard habla de una doble cuna del laicismo en España: «la raíz intelectual, fruto del subjetivismo liberal y del positivismo científico, considera a la Iglesia enemiga del progreso; y la raíz popular, con una enorme fuerza pasional, descarga sus emociones en un enconado odio a la Iglesia»[5].
A lo largo de este tiempo, la Jerarquía española y aún la Santa Sede no eludieron su opinión sobre esta situación que denunciaron con claridad, haciendo notar también las causas internas de la crisis analizando los fallos del catolicismo español y sugiriendo posibles remedios. De estos aspectos, creo importante resaltar un aspecto que, por ser constante en años posteriores, ilustra y facilita la comprensión de posturas y hechos: la crítica al laicismo de Estado entendido como separación hostil y rechazo de la herencia espiritual y católica de España. Esta crítica estará presente en todos los pronunciamientos públicos de la Iglesia española, en las manifestaciones de la Santa Sede y en la línea de actuación de los comportamientos inspirados en el catolicismo.
2. Si este panorama describe de alguna manera lo ocurrido durante el siglo XIX y el primer tercio del XX; la situación se hará especialmente dramática cuando nuestra nación conoció a mediados de los años treinta un proceso revolucionario del que formaba parte inseparable una sangrienta. Del total de los casi siete mil (6.832) eclesiásticos asesinados –obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas- más de cinco mil lo fueron en los meses de julio a diciembre de 1936, a los que hay que añadir los miles de laicos, también sacrificados por razón de su fe.
No entro en el análisis de las manifestaciones de la persecución religiosa durante la Segunda República y la Guerra Civil por las limitaciones que nos impone el tiempo y porque las considero bien conocidas del auditorio. He preferido exponer por eso con más detalle las vicisitudes de nuestro en tantas cosas ignorado siglo XIX.
En todo caso, de toda esta trayectoria histórica podemos deducir las siguientes
Conclusiones:
1ª) El factor religioso, constituye uno de los elementos sustanciales de los enfrentamientos que se han producido en España durante los siglos XIX y XX. La íntima relación religión-sociedad no es algo impuesto artificialmente sino hondamente radicado en la entraña de cualquier comunidad el intento de provocar la ruptura, de desarraigar lo religioso será siempre un fenómeno conflictivo en todos los lugares donde la revolución moderna pretenda aplicar sus criterios y necesariamente desestabilizador y traumático en aquellas ocasiones en que logre alcanzar su objetivo. La historia española ha estado atravesada en los siglos XIX y XX por esta importante fuente de inestabilidad y desequilibrio.
2ª) En varios momentos históricos como la revolución liberal y la segunda República la situación de hecho de la Iglesia y los católicos fue de acoso y persecución abierta, situación que algunos sectores justificaban por considerarla necesaria para la renovación de España porque atribuían a la Iglesia ser una de las principales causas de los males de la sociedad española. En algunos partidos, casi era convicción obligada, debido a sus propios presupuestos ideológicos en los que la religión constituía un elemento alienante que había que destruir.
3ª) La experiencia demuestra que la respuesta al laicismo agresivo, nunca será eficaz desde la propuesta de una presunta autonomía de las realidades temporales, de la separación Iglesia-Estado, o de la presunta neutralidad de este último.
Los principios de la Doctrina Católica y el Reinado Social de Jesucristo son la única referencia capaz de asentar sobre bases sólidas la verdadera política que busca el bien común, mucho más allá de las visiones parciales propuestas por ideologías como el socialismo o el liberalismo.
La única alternativa posible a la persecución religiosa es la re-cristianización que pasa por el reconocimiento de lo que el pensamiento tradicional español llama ortodoxia pública, es decir, el establecimiento de un régimen político «que afirma un contenido de principios, verdades o valores de carácter superior e inmutable como base de su convivencia moral y de sus leyes»[6].
Se trataría así de poner en práctica el atractivo programa que se describe con estas palabras en la Sagrada Escritura:
«Levantemos a nuestro pueblo de la ruina y luchemos por nuestro pueblo y por el Lugar Santo» (1 Mac 3, 43).
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[1] Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, Madrid: BAC, 1967, p. 1038.
[2] Cfr. Rafael Gambra, La primera guerra civil de España (1821-1823), historia y meditación de una lucha olvidada, Buenos Aires: Ediciones Nueva Hispanidad, 2006.
[3] Miguel Ayuso, Las murallas de la ciudad, Buenos Aires: Ediciones Nueva Hispanidad, 2001, p. 117.
[4] Cit.por: Jaime de Carlos Gómez-Rodulfo, Antología de Ramón Nocedal y Romea, Madrid: Editorial Tradicionalista, 1952, p.27.
[5] Vicente Palacio Atard, Cinco historias de la República y de la Guerra, Madrid: Editora Nacional, Madrid, 1973, p. 41.
[6] Rafael Gambra, Tradición o Mimetismo, Madrid: IEP, 1976, p.94.
Cerró el turno de intervenciones el profesor José Miguel Gambra, Presidente del Círculo Cultural Antonio Molle Lazo y Jefe Delegado de la Comunión Tradicionalista. Reproducimos a continuación sus palabras:
Agradezco a FORO su invitación para hablar en esta ocasión, felicito a D. Javier Esparza y a D. Ángel David Martín Rubio, por su brillante intervención, y doy las gracias a la Dra. Martínez-Sicluna, que me ha introducido como miembro de esta Universidad. Sin embargo, aunque estoy unido a ella desde hace treinta y tantos años como profesor, prefiero no presentarme de esa manera, sino como presidente del Círculo de Estudios Tradicionalistas Antonio Molle Lazo. Y no me quiero presentar como profesor de esta casa, porque los actos sacrílegos en ella realizados enturbian tanto el prestigio de esta que fue venerable institución, que pertenecer a ella ya no es para mí un honor. La totalidad de los méritos acumulados, durante más de quinientos años, por los sabios que han pertenecido a la Complutense no basta para enjugar la afrenta cometida en Somosaguas contra Nuestro Señor.
Dirán ustedes, sin duda, que esta apreciación es en extremo injusta, pues la Universidad Complutense no puede responsabilizarse de los desmanes cometidos por sus alumnos. No es así. Para convencerse basta ver las reacciones oficiales de sus autoridades: los actos sólo fueron condenados de manera formularia, las autores no han sido expedientados y las asociaciones que los han perpetrado no han sido ilegalizadas. Al contrario, se les han concedido los locales del centro de Madrid para que desde allí irradien su anticatolicismo a toda la ciudad convocando la procesión atea proyectada para el Jueves Santo.
Esta respuesta de las autoridades da la impresión de una cierta anuencia a las profanaciones y, si miramos antes y alrededor de esos incalificables actos, esa impresión se reafirma.
La legislación democratizante de tiempos recientes permite formar asociaciones estudiantiles y concede una importante representación de alumnos en los órganos de gobierno. Al principio, en la época de decadencia del marxismo tras el desfondamiento de la Unión Soviética, las asociaciones eran más o menos inocuas y había escasísima participación del alumnado en muchos órganos rectores. En los últimos años, el neomarxismo, que toma las formas de antiglobalización, de feminismo, de sexualismo antinatural o de movimientos antisistema, ha aprovechado esas facilidades para constituir asociaciones que, a su vez, han copado buena parte de la representación estudiantil en los órganos universitarios, la mayoría de las veces con un apoyo ridículo por parte del alumnado. La masiva abstención de los alumnos en las elecciones a representantes ha sido descaradamente utilizada por esas asociaciones para ocupar toda la representación en los órganos de gobierno, con un apoyo que, a veces, no supera el 5% y puede ser del 2% de los alumnos.
El poder de esas asociaciones ha crecido hasta el punto de ejercer una verdadera tiranía en algunas facultades; tiranía que está en proporción directa a la presencia de autoridades académicas de similar ideología. En Políticas, cuyo decano ha defendido el sacrílego asalto a la capilla como «expresión de pluralidad de tendencias», el desorden ha llegado a ser tal, que, hace unos días se han suspendido actos ya concedidos, porque podían no gustar a las asociaciones y porque el decano se ha sentido incapaz de asegurar que se desarrollen con normalidad. Y, durante el mandato del rector Berzosa, se ha extendido a toda la universidad la anarquía que ha convertido políticas en un verdadero zoco impresentable.
Así, en muchas facultades, so pretexto de libertad de expresión, se han hecho común el insulto más descarado a la religión y a las cosas más sagradas, sin que las autoridades hayan querido poner coto a ello, sea por temor sea por convencimiento. Los mismos órganos del rectorado han desoído sistemáticamente las denuncias que algunos hemos presentado, durante todos estos años, contra la práctica de poner carteles insultantes para la Iglesia y la religión. En cambio, cualquier denuncia por parte del feminismo radical ha sido presurosamente atendida, por lo menos en lo que yo he podido conocer.
A nadie se le escapa que, a un nivel más alto del poder, la era Berzosa ha coincidido con la era Zapatero. La poderosa mente de estadista que posee Zapatero le ha llevado a proponerse como programa de gobierno demostrar que es tan rojo como su abuelito. Por eso ha roto con todos los pactos implícitos alrededor de la Constitución y se ha dedicado, con especial encono, no sólo a promulgar leyes contra la moral católica, como sus predecesores, sino a perseguir directamente a la Iglesia y a promocionar la cultura de la blasfemia. Cabe incluso conjeturar que el año de plazo que le queda antes de dejar el Gobierno lo dedique a completar ese programa, de manera que posiblemente la persecución arrecie en los próximos meses.
¡No! Los profanadores de Somosaguas y sus corifeos no son enfermos psiquiátricos, como han dicho algunos medios de comunicación. Los actos de las personajas que asaltaron la capilla no son sino la puesta en práctica de lo que les ha sido transmitido por el ambiente sostenido o tolerado muchas autoridades académicas y de lo que les ha transmitido la cultura subvencionada, y los medios de comunicación oficiales. Se trata de avanzadillas de jóvenes marxistas, similares a las que, so pretexto de libertad, se adueñaron de la Universidad al final del régimen anterior, y que ahora, so pretexto de que la Universidad sea pública, ya no defienden libertad alguna, sino que ejercen una auténtica dictadura popular que quiere expulsar de la universidad cuanto no coincida con sus presupuestos ideológicos, y especialmente a los católicos. Antes, por lo menos estaban rodeados del halo estético de quienes se oponen al poder, hoy no son más que serviles sicarios del poder político, que en los actuales sistemas bipartidistas –no nos engañemos– deja a las izquierdas el gobierno de las mentes con tal de que éstas dejen al centro el poder económico. Es de suponer que el nuevo rector vestirá de uniforme y gorra de plato a estos sicarios y que los veremos paseándose por la Universidad y vigilando las actividades contrarias a los ucases rectorales.
Los actos de Somosaguas se ha dicho que son teatrales, simbólicos y sin violencia. Pero tales actos, más o menos intelectualoides, son síntoma de lo que se avecina. En los Madriles del Trienio Liberal, los cafés y ateneos estaban poblados de jovenzanos exaltados que adoptaban actitudes declamatorias entre bufas y blasfemas, con aplauso de las sociedades secretas que, de hecho, gobernaban el país. Pocos años después, en 1834, cuando ese ambiente penetró más allá de las élites intelectuales, la bufonada sacrílega se convirtió en matanza y despedazamiento de frailes, y en profanación y destrucción de iglesias, ante los cuales Martínez de la Rosa –un centrista de entonces– se lavó las manos y se limitó a lamentar lo ocurrido.
Los eclesiásticos, ante hechos de esta clase, empiezan, no sin razón, a poner sus barbas en remojo y echan de menos unas potentes ayudas que no les llegan de parte alguna. Sólo algunas instituciones de escasos medios y algunas personas aisladas les han prestado apoyo en esta tesitura, que probablemente se extenderá como un reguero de pólvora.
Su debilidad se ha visto propiciada por unos errores que vienen de lejos. Las autoridades eclesiásticas apostaron decididamente por la democracia en la Transición y usaron de una autoridad, que no tenían, para exigir de los fieles que no formaran partidos ni grupos políticos católicos y que se conformaran con inspirar desde dentro los partidos laicos existentes. Y eso no fue sólo una tendencia de los eclesiásticos españoles, sino que venía de más arriba. Baste pensar que la legislación eclesiástica ha incluido la obligación a priori de pedir permiso a los ordinarios, o la autoridad eclesiástica competente, para que cualquier asociación pueda hacer uso del nombre de católicos. Y como ese permiso, de facto, no se concede sino a los demócrata-cristianos, el resultado es que hoy no hay partido fuerte alguno que defienda a la Iglesia, y los eclesiásticos andan tan desamparados en la selva política como niños perdidos en un bosque.
Agradecidos por la ayuda de los eclesiásticos, los partidos políticos de uno y otro signo, durante bastantes años, no acosaron para nada a la Iglesia. Las izquierdas, incluidas las más extremas, en parte por la propia decadencia mundial de esa ideología y, en parte, por lo asombrados que debían de estar ante la actitud de los jerarcas eclesiásticos, convivieron en relativa paz con ellos. Pero, desde Zapatero, el ensalmo se ha roto y, desparecida la tácita connivencia entre los eclesiásticos y el estado constitucional, el peligro anticristiano que este conlleva en esencia, ha aparecido con toda su crueldad.
Ante semejante situación cualquiera se preguntará ¿por qué no cambia de estrategia la Iglesia? Lo que pasa es que no se trata de una estrategia momentánea, sino de la aplicación de la absurda teoría del estado laico-cristiano, que es una opinión utópica, irrealizada e irrealizable, ajena a la tradición católica, que afecta a asuntos políticos en los cuales la jerarquía eclesiástica no tiene especial autoridad.
En la literatura generada por los acontecimientos de Somosaguas, se ha llamado repetidamente cobardes a sus autores, porque no se atreven a hacer con las mezquitas musulmanas lo mismo que con los templos católicos. Implícitamente se supone que los católicos no se van a defender. Verdad es que la religión católica dista mucho de la crueldad mahometana, lo cual no quita que el catolicismo español siempre haya sabido defender su religión, ya desde tiempos de la invasión musulmana hasta épocas más recientes. De hecho, la persecución a la Iglesia ha sido el principal acicate de muchas de las contiendas de los últimos siglos, desde la Guerra de la Convención a la Guerra del 36, pasando por las de la independencia y las guerras carlistas.
Siguiendo el ejemplo de sus mayores, el catolicismo español, por amor a Dios y a la Iglesia, tiene que recuperar la influencia política que por su número le corresponde. Y, por paradójico que parezca, tiene que empezar por abandonar el clericalismo que le tiene paralizado. Es de toda evidencia que no bastan denuncias, recogidas de firmas y manifestaciones. Es de vital urgencia que los católicos hallen la vía de asociarse, con o sin el beneplácito de las autoridades eclesiásticas, porque la función de éstas no es organizar la sociedad civil, sino transmitir la doctrina social, en consonancia con la tradición, señalar el error e intervenir en lo que afecte a asuntos espirituales.
Hay que adherirse a las organizaciones y partidos que defienden la integridad de la tradicional doctrina social de la Iglesia, con el fin de evitar en nuestro país la barbarie anticatólica que empieza a aflorar, y cuyas imprevisibles consecuencias pueden ser de la mayor gravedad. La incapacidad de los eclesiásticos no nos exonera de la obligación de defender a Dios. Hay que romper con el voto cautivo de los católicos y restar apoyo a los partidos que se reparten el poder. Dentro de la legalidad humana vigente, ése es el único camino efectivo.
Pero, si la ley humana falla y esto sigue así, los católicos deberemos hacer cuanto permita la ley de Dios en defensa de Nuestro Señor y de la Iglesia, empezando por acudir a la procesión blasfema de Jueves Santo, por ponerse delante y, luego, pues ¡a ver qué pasa! Lo exige nuestra fe, lo exige nuestro amor a España y lo exige el honor mismo que merece Dios.