Resumen de la intervención del profesor José Miguel Gambra Gutiérrez, presidente del Círculo Antonio Molle Lazo, en la cena de Cristo Rey (Madrid, 28 de octubre de 2006)
Reverendos padres, Excmo. Sr. Giertych, Excmo. Sr. Vicesecretario de Organización, queridos amigos:
Gracias ante todo por asistir a este acto que anualmente convocan el Círculo Antonio Molle y la Comunión Tradicionalista.
El Circulo Antonio Molle y la Comunión Tradicionalista han convocado esta cena en honor de Cristo Rey en la fecha determinada por Pío XI, para resaltar que entienden esta festividad tal como lo hizo ese pontífice en la encíclica Quas primas. Ésta es, además, la única fiesta de cuya celebración no queremos prescindir, pues creemos que la realeza de Cristo, bien entendida, recoge y condensa la esencia del pensamiento carlista.
Los filósofos afirman que toda determinación es una negación, lo cual, vulgarmente viene a decir que siempre se aplaude contra alguien, nunca sólo a favor. ¿Qué quería resaltar Pío XI al establecer una festividad de Cristo Rey y contra qué lo hacía? Como bien dijo Manuel de Santa Cruz, su finalidad no es destacar que Jesucristo es el Rey del Universo, ni tampoco que debe regir nuestros corazones o nuestra casa. Sin duda todo eso es verdad y de ahí la piadosa costumbre de llevar el Sagrado Corazón en una medalla colgada al cuello o de entronizarlo en el salón de nuestra morada. Pero no esta ahí el quid de la cosa, sino en poner sobre el tapete que Cristo debe ser Rey en el pleno sentido de la palabra de nuestra sociedad, de toda sociedad.
Y si destacaba esto era para atajar algo, era en contra de algo y ese algo era el laicismo. Ese algo era, si se prefiere, el poder fundado sobre la soberanía popular, lo cual viene a ser lo mismo que la democracia laica y, en la práctica hoy en día, la democracia sin más.
Pues bien, nosotros tenemos ese mismo propósito. Defendemos, ¿cómo no?, el Cristo Pantocrator en el ábside de la iglesia, su medalla en el pecho, y el Sagrado Corazón entronizado en el lugar preferente de la casa. Pero eso no quita que lo importante ahora es que el crucifijo esté en las escuelas, que presida las Cortes y el Consejo de Ministros. Lo que queremos, como siempre quiso la Iglesia, es que un gobierno confesional trabaje en armonía con la Iglesia, por el bien común de una sociedad unida en el catolicismo, y que la proteja sin conceder libertad de cultos.
Esta doctrina es esencial para nosotros los carlistas. Si no pretendiéramos eso; si, por seguir a esos sacerdotes y prelados que apoyaron en su día la Constitución, viniéramos a renegar de este ideal, entonces lo único decente sería reconocer que la historia del Carlismo es la historia de un gran error y de un error sangriento. Porque, si ese ideal fuera errado, quienes tenían la razón eran los constitucionalistas, los liberales, los cristinos y los republicanos, no los carlistas con su rey y con sus tercios. Y a los que hemos sido educados en ese ideal sólo nos quedaría pedir perdón a los descendientes del liberalismo y dejar que el Carlismo se suma en el olvido. Hoy es moneda común la incoherencia, pero una de las más flagrantes y estúpidas es la de aunar carlismo y catolicismo liberal.
Pero entiéndaseme bien, porque estoy cansado de que, cuando declaro semejantes cosas, cuando digo que soy carlista, se me dirija una compasiva sonrisa como a un anciano que ha perdido el contacto con la realidad. La realeza de Cristo, así entendida, constituye un ideal de perfección al que debe apuntar la sociedad humana, toda sociedad humana. Es como la estrella polar para quien trata de orientarse en el mundo de la política. Es, a la Ciudad, como a nuestra vida particular es la perfección divina, que Nuestro Señor nos manda imitar y que nunca alcanzaremos, ni ningún santo ha alcanzado jamás.
Y ese ideal no puede variar por mucho que varíen las circunstancias: igual que, por perdidos y desorientados que estemos, la Estrella Polar está ahí; igual que, por depravadas que sean las costumbres o por bajo que hayamos podido caer, el Decálogo sigue ahí; pues bien, así, por laicistas que sean los gobiernos o la sociedad, el ideal de la confesionalidad del estado y de la unidad religiosa de los pueblos sigue ahí, obligando como una medida o patrón, que permite juzgar los acontecimientos y dirigir la acción, en el mundo que nos ha tocado vivir.
Asistimos hoy a un round largo de un largo combate que empezó hace más de dos siglos, cuando, en la arena de la vieja cristiandad, los nuevos bárbaros de la revolución se propusieron aniquilar la religión y la Iglesia. Ese propósito lo expresó el ministro francés de la III República, Jules Ferry diciendo "mi designio es organizar la humanidad sin Dios", palabras que no dejan más lugar a equívoco que las de Marx cuando dijo que la supresión de la religión como felicidad ilusoria del pueblo es la exigencia para alcanzar su felicidad real. En ese combate de exterminio se han empleado todas la tácticas y todas las armas: unas veces los gobiernos han intentado someter a la Iglesia y utilizarla, como hiciera Napoleón, otras se ha usado de la legislación, como Bismarck o la III República Francesa, otras la persecución que a veces ha alcanzado una violencia inconcebible, como en el Terror de la Revolución Francesa, en el Méjico de los Cristeros o en la España del 36.
Sin embargo, hoy ese combate ha cambiado de faz. Ya los gobiernos no tratan de utilizar la religión, no legislan para quitarle sus bienes, ni encarcelan, expulsan o asesinan sacerdotes. A la guerra declarada de antaño ha seguido una guerra de desgaste que parece de guante blanco en comparación a la de épocas anteriores. Y precisamente por ello, porque la persecución se oculta bajo formas de corrección democrática, porque la destrucción se hace poco a poco y no de golpe, lo resultados son mucho más dañinos y están produciendo una descristianización más profunda que cualquier persecución abierta.
¿Cuál es la causa esta transformación de la secular contienda? A mi entender, se debe a un cambio profundo en la orientación de las jerarquías eclesiásticas de la que ha resultado una completa desaparición de toda intervención de los católicos, como tales, en la política. Primero de manera práctica, ya desde fines del XIX, vinieron algunos pontífices a propugnar la colaboración con los regímenes fundados en la soberanía popular, aunque nunca la admitieron doctrinalmente. Luego, con el Concilio vino a hacerse doctrina común la rigurosa separación de la Iglesia y el Estado, se renegó del ideal de la confesionalidad y se redujo la religión al terreno de lo privado y de lo personal. Durante la transición, en España, no sólo la conferencia episcopal promovió el régimen democrático y sustentó la Constitución sino que desautorizaron cualquier tipo de partido o agrupación católica.
En el fondo de esta actuación, decididamente apoyada por el Vaticano, latían el humanismo de Maritain con su convicción de que podía alcanzarse una síntesis del estado laico con el cristianismo. El medio consistía según él en vivificar la sociedad sin hacer política directamente, pues desde el poder no cabe cristianizar la sociedad sin violentar la dignidad de la persona. Pero eso de vivificar la sociedad dejando el poder a expensas de la voluntad popular es un método absolutamente ajeno a toda experiencia real. Nunca se ha dado, nadie sabe cómo hacerlo. Esa idea descabellada nació de unas disquisiciones filosóficas sobre el progreso necesario de la humanidad que introducían la evolución en el ideal cristiano de la sociedad. Según ella al ideal del estado confesional, propio del medievo, siguió el estado laico de la edad moderna y a ambos, según Maritain, debe seguir una síntesis de los dos: el estado laico-cristiano.
Nada hay más peligroso, aunque sólo sea en el plano de la prudencia humana, que saltar en el vacío fiándose de elucubraciones filosóficas. En todo caso, los efectos de semejante apuesta, y de la doctrina que ha pretendido darle visos de ortodoxia, no ha podido ser más desastroso. El resultado ha sido semejante al que obtendría un púgil que se quitara los guantes y decidiera vencer al adversario, por ejemplo, con el magnetismo de su mirada. En el combate entre el gobierno y la Iglesia lo mismo: la "vivificación interna de la sociedad" ha asegurado una fácil victoria al enemigo, ha hecho que los católicos, en la vida política, seamos un cero a la izquierda. Todo lo católico es el hazmerreír de las izquierdas que hacen negocio con la befa de lo más sagrado. Y no faltan autoridades eclesiásticas, a quienes, con el fin de parar los progresos del laicismo, sólo se les ocurre recordar abyectamente cuán grandes han sido sus servicios a la democracia y al advenimiento de la Constitución. Al paso que otros eclesiásticos se llaman a engaño, diciendo que ellos creían que la Constitución suponía la aceptación de un código moral natural, cosa que no aparece escrita por parte alguna. Lamentable.
Entretanto el Gobierno se lo toma con calma. Tiene todas las armas en su mano. Todo es cuestión de tiempo. El programa laicista consiste en eliminar a Dios del gobierno primero, luego de la sociedad y de la familia y finalmente de la conciencia. La postura oficial de la Iglesia le ha regalado lo primero, diciendo que la independencia del estado es sana laicidad y no laicismo. La eliminación de Dios en la sociedad se ha conseguido por la eliminación de la vida social: no hay más sociedad que el Estado y el individuo. El Estado es quien legisla sobre todo y los individuos sólo piensan en sus goces particulares. Ése es hoy un mal común a todas las democracias, como ya previera Tocqueville. Mas, en el caso de España, eso no basta, pues su unidad se funda en la unidad de la fe y, por ello, el designio de acabar con la fe entraña, por una especie de necesidad interna de las ideas que se manifiestan a las claras en los hechos, el designio de desintegrar nuestra patria. No nos engañemos: la ley de los matrimonios entre invertidos y lo del estatuto o las conversaciones con ETA no son hechos inconexos de un político insensato que quiere alardear de "talante" o de "cintura", sino que responden a un mismo espíritu anticristiano. Luego está la familia que poco a poco se desmorona con la ayuda de leyes sobre la sexualidad de todos conocidas. Hoy ya los pisos más buscados son los de una habitación. En fin, queda la conciencia, de donde Dios es poco a poco sacado por los medios de comunicación y por la escuela, también dominados por el Estado. Nuestras leyes sobre la educación son mucho peores de hecho que por ejemplo las francesas.
Para qué apresurarse y provocar reacciones enojosas. Al Ejecutivo le basta con hacer algunos gestos para contentar a los impacientes, quitar una estatuas, promover espectáculos blasfemos, hacer desplantes al Santo Padre. Pero no necesita perseguir en el sentido fuerte de la palabra, porque en breve, como quería Ferry, nada de Dios quedará en la sociedad.
He dicho que el ideal carlista, representado por el lema de Cristo Rey, sirve para juzgar lo que hay y ver lo que se ha de hacer. La verdad es que, al cotejar ese ideal con lo que hay, el panorama no puede ser más desolador Pero no lo es tanto. Todavía quedan muchos católicos que dicen aquello de "hay que hacer algo". A los que así se sienten conviene recordarles que la inmensidad de la tarea no debe empujar a la desidia, sino al mayor esfuerzo. Pío XI en la propia Quas primas se quejaba de la "apatía o la timidez de los buenos, que se retiran de la lucha o se resisten con excesiva debilidad". No caigamos en esa timidez y resistamos por cuantos medios están a nuestro alcance. No olvidemos que no hay peor gestión que la que no se hace, no olvidemos que las cosas cambian; que cada acto, bueno o malo, trasforma la totalidad de las relaciones entre las cosas y que, los actos bien encaminados, como asistir a conferencias y reuniones, dar dinero, convencer al vecino y más aún colaborar de forma constante con quienes comparten el ideal católico de la sociedad, cada uno de esos actos, por pequeño y poco elevado que se nos antoje, repercute en todo el universo, ordenándolo hacia ese ideal de Cristo Rey que conmemoramos aquí.