Madrid, enero 2005. Declaración de la Secretaría Política de S.A.R. Don Sixto Enrique de Borbón ante la aprobación del Tratado por el que se instituye una Constitución para Europa:
1. La Comunión Tradicionalista, como cuerpo político que encarna la legitimidad histórica de los pueblos hispánicos, representa la continuidad del régimen de Cristiandad que la modernidad europea subvirtió y por la que, más que aislarse, España fue aislada.
1. La Comunión Tradicionalista, como cuerpo político que encarna la legitimidad histórica de los pueblos hispánicos, representa la continuidad del régimen de Cristiandad que la modernidad europea subvirtió y por la que, más que aislarse, España fue aislada.
2. En tal sentido, el pensamiento tradicional –que nunca ha caído en el “nacionalismo”– representa la resistencia frente a una “europeización” que entre nosotros siempre ha sido sobre todo “secularización” y que ha propiciado en los hechos la aceleración de la descristianización.
3. La llamada “construcción europea”, iniciada en la segunda posguerra del siglo XX, ha encontrado el método en el federalismo funcionalista y el fundamento en el laicismo economicista. Ambos se conjugan en el panorama político “postestatal”, caracterizado –entre signos contradictorios, pues tal es el sino de las situaciones de crisis– por la desnacionalización y la tecnocracia.
4. El Estado-nación moderno, pese a sus orígenes históricos y doctrinales, al presentar una base moral más sólida que la delicuescencia europeísta ha terminado por ser el paciente de la globalización actual. Y es que una “ciudadanía” de matriz economicista y concebida en términos de puro “patriotismo constitucional” se aviene más fácilmente con una “construcción” (como la europea) que con una “nación” (aun la revolucionaria).
5. La tecnocracia de las instituciones europeas, quizá pueda tener una componente de “buen gobierno” y en todo caso evidencia la impostura del morboso democratismo totalitario. Pero no deja de participar igualmente del proceso de alejamiento de la participación ciudadana que la democracia moderna aliena pero no anula, y de la que la tecnoburocracia europea, de hecho una forma de criptocracia, no hace sino separarse más, pese a la insincera acogida de un principio de subsidiariedad desnaturalizado y administrativizado.
6. La laicidad y el laicismo, que no son sino dos versiones de una misma ideología, están inscritos igualmente en el corazón de la “construcción europea”. Como previamente lo estuvieron en la “constitución” de los Estados modernos, a partir de las revoluciones liberales de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Pero las viejas naciones “nacieron” cristianas, de modo que la revolución hubo de aplicarse a cancelar su filiación dejándolas huérfanas. La nueva Europa, en cambio, nace ya expósita.
7. Además, la Iglesia, que hasta fechas recientes opuso al constitucionalismo la res publica christiana, parece en cambio contentarse ahora (en una mutación ya experimentada en las constituciones nacionales de los últimos decenios) con el recuerdo de las “raíces cristianas” (cuando no simplemente religiosas) o de la “herencia cristiana” (con el inconsciente reconocimiento de la muerte de sus principios, pues no hay herencia sin causante). De facto, pues, su lenguaje y su acción se han alineado con los de las democracias-cristianas: tal ocurrió en la Italia de la segunda posguerra mundial y, ya en otras coordenadas, en la España de finales de los setenta y principios de los ochenta: en ambas el (sedicente) “partido de los católicos” fue el encargado de pilotar el proceso de descristianización. También en el ámbito de la Unión Europea la democracia-cristiana ha jugado un semejante papel.
8. Este laicismo institucional (propio de la fase fuerte de la modernidad) ya sólo se combate por la Iglesia de modo incoherente y parcial y está reforzado por el efecto irradiante de los derechos humanos y, en particular, de la libertad de conciencia y religión (característicos de la fase débil o disolutoria de la modernidad). Cierto es que tal proceso no es exclusivo de las organizaciones europeas, pero no lo es menos que, por lo dicho, se presenta en ellas de forma más nítida. En nuestro caso, al distanciarse más de la situación de unidad católica de que hasta hace poco disfrutábamos, no puede sino agravarse el diagnóstico. Máxime cuando la “cuestión turca”, se despeja, sí, pero en sentido amenazante, y sin que se vean las razones por las que esa eventual solución no debiera extenderse a Marruecos u otros países mahometanos del Mediterráneo.
9. Junto a lo anterior, que se desenvuelve en un terreno entre lo doctrinal y lo prudencial, no dejan de aparecen aspectos que de lo prudencial llegan a lo técnico, y que también aconsejan un juicio negativo sobre el Tratado por el que se instituye una Constitución para Europa. Así, en primer lugar, la sustitución del precedente de Niza, que diseñaba un cuadro más favorable para España. O, en segundo término, la misma naturaleza jurídica de Tratado internacional aprobado a partir de una Convención, donde –desde la propia ortodoxia constitucionalista– por ninguna parte aparece el poder constituyente, sino que se reconocen los rasgos de las cartas otorgadas: broma de la historia la de volver a marchar por la senda constitucional con una carta otorgada. También, y es la tercera de las observaciones, la ausencia de una identidad suficientemente homogénea y solidaria que conjugue los evidentes intereses comunes con lo no menos notorios divergentes, sea en política exterior (¿atlantismo inglés, diferencia francesa o vía alemana?), económica (¿estabilidad o flexibilidad?) o de cohesión (¿hasta dónde y quiénes pagan y cobran?). Todo ello en un texto –cuarto– que, si bien ordena el corpus informe de los Tratados constitutivos y sus innúmeras reformas, resulta profuso y reglamentista en grado sumo.
10. Todavía en el dominio de lo técnico, en la actual coyuntura española, sería posible que la ratificación del Tratado constitucional condujera a una reforma de la vigente Constitución de 1978, para mejor adaptarla a aquél, que se aprovecharía para acometer otra que eventualmente afectaría a la organización territorial y que propugnan sobre todo quienes desean no tanto la voladura de un aparato estatal como la de España. Estaría, pues, llegando a término la profecía de Menéndez Pelayo sobre la suerte de la unidad nacional como dependiente de la católica.
Por todas estas razones, la Comunión Tradicionalista recomienda el voto negativo en el referéndum convocado para el próximo día 20 de febrero.