07 julio 2012

Del carlismo tardosocialista al neocarlismo parroquial

Existe, mundo adelante, una organización que se denomina a sí misma Comunión Tradicionalista Carlista cuya obsesión por denostar, directa o indirectamente, a la Comunión Tradicionalista es signo evidente de una conciencia desapacible. Hasta ahora la Comunión Tradicionalista ha hecho oídos sordos a las invectivas, contra ella y contra S.A.R. Don Sixto Enrique de Borbón, que la logorrea internaútica del principal prócer de la denominada CTC lanza a la Red día sí, día no. Sin embargo, hoy, cuando esa organización se ha embarcado en un intento de unificar a los que, de una manera u otra, se tienen por carlistas; hoy, cuando su «Diputación General» trata «con el máximo interés la creciente presencia de D. Carlos Javier de Borbón-Parma en España», ya no es el momento de callar, sino de aclarar.

Nunca se le han dado bien al Carlismo las colaboraciones con fuerzas ajenas. Nada sacó la Comunión en tiempos de la Guerra de Cuba, aunque por patriotismo abandonó transitoriamente su actividad parlamentaria de oposición al gobierno liberal. Mal le fue su colaboración con el Alzamiento y su decisión de mantenerse en él a pesar del Decreto de Unificación. Tampoco logró para sí misma bien alguno de su colaboración activa con otros grupos para detener la transición a la democracia, momento dramático en que no sólo se opuso al nuevo régimen y a la legalización de los partidos de izquierdas y separatistas, sino también a los que hasta poco tiempo antes formaban parte del Carlismo. Pero los carlistas no se arrepienten de ninguna de estas colaboraciones en tiempo de guerra o de cambios revolucionarios. Fueron  dictadas por la urgencia y la necesidad de defender a la Iglesia y a la Patria, aunque para ello tuvieran que dejar de lado, momentáneamente, partes importantes de sus principios. En los inasequibles anales históricos de lo que hubiera sido está inscrita la decisiva influencia de tanto sacrificio desinteresado.

Estas colaboraciones dictadas por circunstancias bélicas y, por lo mismo, oportunas en extremo, distan enormemente de los compromisos que el Carlismo ha querido hacer en tiempos de paz. Nacidas de un imprudente deseo de alcanzar el poder, el tiempo siempre ha demostrado su inoportunidad. Los intentos de colaboración con Franco en la década de los sesenta, que provocaron tanto desánimo entre los carlistas, fueron hechos a destiempo pues, si tal componenda hubiera sido aceptable, cuando tuvo que hacerse fue al producirse la Unificación, no con un franquismo en plena decadencia. Las componendas con toda clase de izquierdas que emprendió Carlos Hugo, no sólo fueron radicalmente destructivas, sino insensatamente extemporáneas. Si a tal quería llegarse, la oportunidad se dio para el Carlismo al elegir bando en el Alzamiento. El «carlismo» paleosocialista a lo Tito, fue una traición a los principios y además fue ridículo porque se sumó, tarde y mal, al renqueante bloque del Este.

Con su improvisado «Partido Carlista», Carlos Hugo quiso hacerse un sitio en la naciente democracia y sólo hizo una labor destructiva. La llamada CTC, muy meritoriamente, denuncia esta defección, pero desde su surgimiento está dominada por la misma obsesión de que le concedan un lugar. Se conforman con un mínimo de doctrina para buscar la asociación unas veces con cualquier grupo o partido, sea demócratacristiano o fascista, que quiera mantener los llamados «principios no negociables»; otras veces trata de aunar a un carlismo historicista, sentimental y folklórico con la esperanza de ampliar unas bases ligadas bajo una doctrina esmirriada y esquelética. Nada más inoportuno en estos tiempos donde la democracia liberal y el capitalismo, de consuno, hacen aguas por todas partes y donde lo que se ha de procurar, primero, es la transmisión con toda seriedad de la doctrina íntegra.

Su inspiración última, desde siempre, ha sido una ideología vagamente carlista sometida a directrices eclesiales propias de una parroquia conciliar. Buen número de sus miembros, estoy seguro de ello, no han olvidado la Realeza de Cristo y mantienen para su coleto la confesionalidad del Estado y la prohibición de la libertad de cultos. Pero tanto en sus declaraciones como en sus acciones se constriñen a la defensa de ese ámbito privado que es la religiosidad personal y familiar. Como los curas en sus parroquias, parecen dispuestos a acoger con benevolencia a casi todo el espectro político, pero no a lo que ellos llaman integrismo. Ahí pierden toda compostura. En un reciente escrito, uno de sus intelectuales ―opus mal ribeteado de fraseología carlista― inserta, sin venir a cuento, como salida del alma, la siguiente frase de tintes maritainianos: «el integrismo es una parodia grotesca de la propuesta integral del carlismo. No se puede dar a Dios lo que es propio del César como no puede darse al César lo que es de Dios». A Dios, lo suyo, lo del César y el César mismo. Ahí se convierte la Comunión Tradicionalista en objeto de sus iras y la definen como brazo secular del «lefebvrismo» o falsedades similares. Porque la Comunión, la verdadera, respeta y mucho a la Hermandad de San Pío X, pero nada le debe, ni en la práctica, ni en la teoría política. Que el Carlismo ha defendido cuanto ella defiende mucho antes de que fuera conocida en España.

En suma, la ideología política públicamente mantenida por la supuesta CTC es la de un neocarlismo parroquial satisfecho con rechazar parcialmente el laicismo gubernamental y con presentar como una elección respetable los principios carlistas. Exactamente igual que los modernos eclesiásticos se conforman con denunciar el aborto y las otras leyes contra la familia o contra la «vida» (como ellos dicen) y con pedir que se consienta «vivir» el catolicismo postconciliar como opción entre otras. Llámese a esto neocarlismo parroquial, o como se quiera, esa CTC que defiende principios irrenunciables (como si pudiera haberlos renunciables) e intenta formar «ligas tradicionalistas» por medio de convivencias familiares (como si en eso consistiera la acción política), no es más que un trasunto democráticamente expurgado del Carlismo. Su carlismo emasculado no sirve sino para tranquilizar conciencias débiles con juegos florales y narraciones del pasado.

No hay más que ver lo que alegan para reivindicar su derecho a llamarse Comunión Tradicionalista. Aunque habría mucho que decir al respecto, admítase que ellos fueron haciéndose con el poder de la Comunión a partir del año 1987 y que, además de apoderarse de la inscripción que ésta tenía en el registro de partidos, recurrieron a inscribir también aparte el nombre de Comunión Tradicionalista. Sí, ellos «son» la CTC y la CT según la legalidad vigente, es decir según las leyes de la democracia partitocrática. Ni se les pasa por las mientes que la Comunión no es un partido, sino el conjunto de españoles que mantienen todos los principios del tradicionalismo y la legitimidad dinástica según las leyes de sucesión española. Cualquier día nos denuncian al gobierno por usar el nombre de Comunión. Cualquier día piden a Juan Carlos que les ayude a dirimir la cuestión sucesoria.

Cuestión sucesoria en la que la postura de la supuesta CTC alcanza el colmo del despropósito. Tras la defección de Carlos Hugo, como tal reconocida por la sedicente Comunión y en tanto que sus hijos no fueran mayores de edad, según las leyes sucesorias la responsabilidad de la corona recayó, como regente, sobre S.A.R. Don Sixto Enrique de Borbón, único varón restante, hijo del Rey Don Javier. Responsabilidad aceptada sin que pueda achacársele declaración alguna contra los principios de la tradición. ¡Ah! Pero a los próceres de ese grupo no les gusta este regente. Será quizás porque a ese grupo no le faltan ribetes de pacifismo (¡un carlismo pacifista!) y reprueban el acto heroico de Montejurra, donde Don Sixto Enrique se jugó personalmente su integridad física. Será porque Don Sixto, como los auténticos monarcas, tiene su propio criterio y no ha adoptado la política por ellos deseada. Sea por lo que sea, «no confían en él». Como si el monarca hubiera de hacer campaña electoral; como si debiera someterse a cuestiones de confianza. Yerre o acierte dentro de lo que a su prudencia compete, el monarca lo es mientras no abandone los principios o se extralimite convirtiéndose en tirano. En esto, los de esa CTC confunden monarquía con democracia y rey con presidente del gobierno. Y, cuando dicen que, en cierto modo, «andan buscando rey» y creen que la corona puede quedar vacante, mientras no haya un rey que les haga tilín, o cometen la misma confusión, o se dejan llevar de  alguna oscura concepción caudillista.

La última es que miran con ojos esperanzados a Carlos Javier, hijo mayor de Carlos Hugo. Empezando por Don Sixto Enrique, nadie niega a Carlos Javier la legitimidad de origen, pues la defección de su padre no invalida la transmisión de los derechos sucesorios. Pero no puede suceder a su padre, que dejó de ser príncipe hace cuarenta años, sino al Rey Don Javier. Y podría sucederle si recibe la corona de manos del regente, Don Sixto Enrique, caso de que cumpla las demás condiciones de la legitimidad. Sin la figura de Don Sixto, como regente, cualquier derecho sucesorio, a falta de legítimos reclamantes, habría periclitado durante los últimos decenios. La Junta de Gobierno de la supuesta CTC dice hacer votos «para que un día, cuando Dios quiera, sea posible un rey tradicional». ¿Creen acaso que los reyes surgen de manera milagrosa o por generación espontánea? Quien desee saber quién es el rey deberá recorrer, sin hiatos, la transmisión del poder monárquico según las leyes de sucesión. Si no compras un boleto, por mucho que reces no te tocará la lotería. La absurda idea de la orfandad dinástica, o de un tronovacantismo prolongado, sólo pone de manifiesto que esa CTC no se toma en serio ni la monarquía ni, por tanto, el carlismo.

De igual falta de seriedad han hecho gala cuando han querido hallar en la declaración de Carlos Javier de abril del 2011 «algunos aspectos positivos como:  ... su promesa de fidelidad a las tradiciones y en primer lugar a la religiosa, como clave de un esquema de recuperación de referentes morales». Porque lo que Carlos Javier dice sobre las tradiciones es lo siguiente: «Como mi padre, seré fiel a nuestras tradiciones», que no es evidentemente lo mismo. Y lo que dice respecto de la religión no se refiere sólo a la católica, sino que abarca cualquiera forma de religiosidad: «También nuestras raíces de cultura cristiana y humanista, donde han dejado huella otras espiritualidades, nos instan a luchar contra el terrible déficit ético … etc.». Ver en esto algo positivo ya no es falta de seriedad, sino aceptación de la tesis, primero kantiana y luego modernista, de la prioridad de la ética sobre las religiones institucionalizadas (incluida la católica) que son manifestaciones diversas de aquélla. Prefiero echar a buena parte estos traspiés doctrinales y pensar que, pese a su extrema gravedad, quizás hayan pasado inadvertidos a unos y otros. Eso tiene el contacto excluyente con los nuevos curas.

En todo caso, ¿qué puede esperar el Carlismo de un príncipe demócrata que dice: «Creo que desde nuestra secular identidad, original, comprometida y con la legitimidad democrática que nos otorga nuestra decidida participación en la transición democrática y nuestra marcha hacia una España plural, podemos ser actores históricos de un cambio ... »? ¿Qué de quien el mismo día jura (o algo así) los fueros navarros y pone flores en la tumba de comunistas? ¿Qué de quien se permite otorgar la Orden de la Legitimidad Proscrita por igual a un socialista, como Raúl Morodo, y a los ancianos patriarcas del carlismo? ¿Qué de quien promete cumplir «con los deberes y sacrificios que me impone el ser hoy el abanderado dinástico del Carlismo», y ha empezado por contraer un matrimonio desigual que priva a su descendencia de derechos sucesorios? Es posible que esa CTC y Carlos Javier de Borbón Parma lleguen a entenderse. Una y otro quieren hacerse un sitio. Pero será una alianza transitoria. Porque la llamada CTC quiere un puesto en el sistema eclesial y político para su neocarlismo parroquial. Ya ha conseguido eco en Infocatólica y, de seguro, espera resonar en Alfa y Omega. Sin embargo, me da en la nariz que todo eso le trae al pairo a Carlos Javier cuya aspiración probablemente se reduce a que el ¡Hola! le abone a su cuenta de famosos. Junto a la Duquesa de Alba.

José Miguel Gambra